02 mayo 2006

Otra vez el Mediterráneo



Ayer entró el mes de las flores y con él vino mi primer surtido de estornudos encadenados provocados por la alergía a nosequé.

Desde que miré por la ventana nada más levantarme ya se advertía que sería un día soleado así que decidí acercarme a la playa a recibir a inaugurar como Dios manda la temporada de baño. Durante la Semana Santa lo había intentado pero el tiempo, y esa nube negra que me viene persiguiendo desde hace ya algún tiempo, no me lo permitieron.

Nada más llegar, advertí los intermitentes reflejos dorados en el agua, esos que tanto me gustan y que indican que elegimos un buen día para venir a visitarlo, esos que me producen la tan ansiada sensación de paz y felicidad.

Soy un enamorado más del mar y mantengo una especial relación con el Mediterráneo. A él le confieso mis más íntimos secretos, es mi fiel confidente. Él me arropa y me acaricia con su brisa, él ha sido testigo de sentidos momentos, en compañía del sol y también de la luna. Él me recuerda en cada visita como fue el color de los ojos de aquella mujer amada o tal vez tan solo soñada.

Corría algo de viento que hacía prescindible a la salvadora sombrilla. La arena estaba caliente pero no llegaba a quemar, la playa rebosaba de gente y los chiringuitos comenzaban a hacer su agosto de cinco meses. Esta primera visita me apetecía que fuera algo íntima así que determiné acercarme al rompeolas, allí podría escuchar mejor al mar sin que nadie nos molestase. Y ahí mismo fue donde extendí la toalla, encima de una roca que tengo estudiada desde hace años la cual resulta mucho más cómoda de lo que en principio puede parecer.

Después de un rato escuchando las olas que rompían aquel espigón con diferente contundencia, me acerqué a la última roca y allí dejé mojar mis pies. El agua estaba muy fría, pero su transparencia resultaba demasiado seductora como para evitarla. Me sumergí, y así aguanté todo lo que permitieron mis pulmones, pensando que llegaba un nuevo verano, refrescándome, deseando que ésta vez no me abandonase el buen tiempo antes de hora. No me sequé con la toalla, disfrutaba de las gotas que corrían por mi espalda y de la piel de gallina que cubría todo mi cuerpo cada vez que la brisa decidía acelerar un poquito, dejánsose notar, recordando que ella también celebraba este día.

Normalmente intento esperar hasta la puesta del sol, pero ayer quedé más que satisfecho así que volví a casa antes de hora. A veces, intentar alargar una buena jornada solo nos puede llevar a estropearla. Quería dormir pensando que quizás, ese día era el adios definitivo de las mañanas sin sol, la esperada despedida de los días sin sal, el anhelado divorcio de mi negra sombra.

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