12 abril 2006

Miguel, Lucía y los caprichos del destino

Como casi todas las tardes de lunes a viernes Miguel, sentado en un banco en el parque frente a las oficinas de Lucía, esperaba durante media hora para poder ver a Lucía durante el breve instante que tardaba en desaparecer tras la esquina. Para Miguel, Lucía o mejor dicho la idea que tenía de Lucía era simplemente la de la mujer de sus sueños.

Miguel tenía una pequeña tiendecita de artesanía que regentaba junto a su hermana en una callejuela de Lavapies. Lo que más vendían eran estrellas de mar que él mismo pintaba. Aquel sitio tenía un encanto especial, un buen puñado de esas estrellas, máscaras y algunos carteles de películas antiguas cubrían prácticamente cualquier hueco de las envejecidas paredes. El incienso con aroma a jazmin, junto a la música árabe que el vecino del local de al lado le regalaba tan a menudo, creaban un ambiente que bien podía recordar a cualquier tetería del Albaicín.

La última semana, Lucía no acudió a su especial cita de las 18:30 a la salida de su trabajo. El minuto y medio diario en el que Miguel despegaba los pies del suelo al verla había desaparecido. A pesar de no verla, Miguel no dejó de escribirle una pequeña carta, como cada día desde aquel mes de abril. En estas cartas sin destinatario ni remitente, Miguel se dirigía a Lucía y a modo de reflexión le contaba como se sentía cada vez que la veía, la deshacía en halagos, le describía con todo lujo de detalles como serían sus viajes soñados junto a ella y le preguntaba por qué no estaba con él.

Todo comenzó como un juego pero día a día, Lucía se estaba convirtiendo en una obsesión y cada noche, cuando no podía dormir, Miguel se preguntaba por qué tenía que pasarle algo tan absurdo a él.

Y he aquí, después de más de seis meses acudiendo a verla cada día cuando el destino quiso brindar uno de sus caprichos a este joven.

(continuará...)

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