09 enero 2006

Cien noches, seis amores y una enfermedad.

"Amor curiosa enfermedad, antídoto de su propio veneno"

El verano tocaba a su fin y con él y sin saberlo, para mí, el tuyo.

Ha llegado la hora en la que puedo hablar de tus amigas, unas que conocí y otras que jamás ví, unas presentadas por tí y otras que encontré en el último vagón de un tren llamado destino.

De todas las que me hablaste y no se ya si voluntaria o involuntariamente nunca llegué a ver fue a Olvido. Siempre me dijiste que de todas, era la que más me interesaba. Dulce e indolora, reina de las fiestas con alcohol y princesa de la villa de las lagunas mentales. Quizás fuera el destino o quizás miedo a que fuera capaz de borrarte de mi memoria con su presencia nunca acepté ninguna de las citas que ni siquiera sé si alguna vez llegue a tener con ella.

Aquella tarde, después de leer uno de tus correos me apresuré al encuentro a ciegas que me preparaste mientras cruzabas los dedos con Soledad. Qué decirte de ella, compañera egoista y celosa como ninguna, mujer que engancha sin saber muy bien por qué. Fría y calculadora cada beso perdido en mi almohada es uno de sus guiños que provoca un escalofrío que recorre mi cuerpo de principio a fin mientras un suspiro evoca tu cada vez más imposible presencia.Durante unos meses justo cuando se ponía el sol, Soledad acudía puntual a nuestro encuentro diario, de lunes a domingo, festivos y días de guardar incluidos. De especial tenía que era capaz de estar ausente y presente al mismo tiempo. Ella jamás dormía, en mis noches de insomnio se sentaba a mi lado y observaba como yo trataba de conciliar el sueño dado repetidas vueltas a mi cama de cuerpo y medio. De su piel solo supe que olía a suavizante y tenía el mismo tacto que mis sábanas.

La única noche que no vino Soledad a arroparme, mientras que a través de mi ventana contemplaba el cielo y buscaba tu nombre escrito en las estrellas que una vez traté de regalarte vi pasar vestida de negro a Angustias. Su nombre no hacía gala a su belleza, sus cabellos eran dorados y sus ojos miel, tez blanca y manos frías. Una mirada y el dibujo de su sonrisa fueron suficientes, desde ese momento cada vez que cerraba los ojos, su imagen me sobrevenía y mi estómago se encogía. Las vueltas en la cama antes de conseguir caer en brazos de Morfeo se multiplicaban.

Faltaba poco ya para conocer a la que por fin se quedaría conmigo para siempre. Pensabas que ella y yo jamás nos podríamos llevar bien. A priori no era mi tipo y mucho menos yo el suyo. Mi desmesurada sensibilidad a la belleza no tardó en sucumbir ante el un verde imposible de sus ojos, sus piernas largas y delgadas fueron la autopista de peaje que decidí tomar para volver a encontrarte. Esperanza llamaban a la que hasta ahora repartía falsas ilusiónes con forma de comprimidos, celosamente guardados en cualquier caja de ansiolíticos.

Siempre me resistí a confiar en Remedios era una mujer de barrio que jamás tuvo grandes pretensiones. Su carácter serio no se correspondía con el afán que tenía por ayudar a la gente. Presumía tener una solución a cada problema y le encantaba regalar sus mágicas recetas. Lo cierto es que nadie la creía, ¿si ella era capaz de arreglar cualquier problema, por qué no arreglar los suyos propios?. Al igual que patrones sin barco, tampoco me gustaron los vendedores de ilusión infelices.

Demasiadas mujeres en tampoco tiempo, se hacía difícil estar con varias de ellas al mismo tiempo. Tenía que tomar alguna determinación, me estaba dejando querer demasiado y otra vez estaba empezando a enfermar de amor. Por eso decidí visitar a una doctora muy especial. De ella decían que era capaz de conseguir hacerte esperar pacientemente en su sala de espera porque precisamente allí es donde te cautiva, donde comienzas a buscarla. La doctora Felicidad nunca me dijo que tendría que esperar toda una vida. Por suerte aquella mañana iba bien acompañado, Esperanza había decidido venir conmigo y pasaba tan rápido el tiempo cuando al contemplar su mirada.

De Remedios y Soledad te contaré que se enamoraron la una de la otra y nunca supe de ellas, ninguna de las dos había encontrado al hombre de su vida. La primera ni siquiera lo intentó, quizás porque jamás le atrajo ninguno de sus poco receptivos pretendientes. Soledad lo intentó en incontables ocasiones pero Dios sabe por qué siempre se encontraba con alguien que recientemente acababa de poner punto y final a una tormentosa relación.

No se en que número se contarían las hoas, quizás días, que transcurrieron desde que, sin ninguna prisa, esperaba en aquel cuarto. Una de las pocas veces que conseguí apartar mi atención de los ojos de Esperanza, y tras observar a todos los pacientes, fue curioso darme cuenta que un familiar verde era el único color en la mirada de los acompañantes, ¿simple casualidad?.

La puerta de entrada se abríó y todos dirigimos hacia allá nuestra atención, una gran sonrisa se formó en mi cara nada más verla. Me contó que Angustias le había dicho que vendría a la consulta, que no me encontraba bien y que después de tanto intento por verme había tomado la determinación de acudir en mi búsqueda a pesar de que posiblemente no fuera el lugar más idóneo. Esta vez no la temía, aquel gesto me causó una rara emoción, fue casi un flechazo. Durante horas no paramos de hablar, su vida, la mia. A volverme al otro lado donde se sentaba Esperanza me encontré con que de ella solo quedaba una nota con mi nombre y una foto de los dos. Por un momento me sentí fatal, culpable por haberla ignorado cuando había sido mi única compañía durante todo ese incontable tiempo. Por fin la puerta que daba a la consulta se abrió, si no me equivocaba era mi turno, por primera vez la doctora era la que salió con la lista para preguntar a su propio paciente. Si no me equivocaba era mi turno.

Felicidad me miró, permaneció en silencio durante unos segundos, toda su expresión no era más que una enorme mueca de complicidad que supo leer en la mía que en ese momento no quería pasar, que de momento no era necesario. Sutilmente saltó mi nombre en la lista y llamó al siguiente. Respiré. ¿Por dónde íbamos? pregunté a Olvido. Me hablabas de una chica de la que no recuerdas el nombre. Cierto, exclamé, sigo sin recordarlo, pero es curioso que al ver aparecer a la doctora creí verla a ella. Estaba demasiado acostumbrado a ese tipo de casualidades para darle mayor importancia. La charla prosiguió durante un largo tiempo, cada vez nos sentíamos mejor. No consigo acordarme de qué estuvimos hablando y riendo. No sé nada de lo qué pasó después. Sólo sé que no pudo ser mejor.

La dosis de Amor justa que me curaría se llamaba Olvido.

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